La plebe. Infames y anónimos. Foucault libertario, Alain Brossat


Para Paolo Persichetti, preso político en Italia,

De entre las numerosas sugerencias que nos han llegado de Foucault cabría destacar la siguiente: aprender a desentrañar la cuestión política de la del Estado. Poner en práctica una visión de la política que toma forma ahí donde se abre la brecha de un acontecimiento, donde va tomando composición una resistencia a lo intolerable, donde las máquinas de poder se detienen, donde se producen desplazamientos, comprometiendo subjetividades y acciones que desvelan el vacío de la situación anterior. Foucault nos ha ayudado, entre otras cosas, a comprender hasta qué punto la doxa marxista había sometido nuestra perspectiva de la política a la del Estado -ya sea planteando su conquista, su colonización o su destrucción. Nos animó a emprender la tarea de reacondicionar nuestro entendimiento político, ahí donde era importante desligarse de un registro de la política bajo las condiciones de la dialéctica histórica, del progresismo y del historicismo, de la fetichización del significante mayor de toda la política marxista -el proletariado.

Foucault no nos ofreció una "teoría de recambio" de la acción política, nos ha dejado simplemente abierta su "caja de herramientas". Ahí encontramos algunas palabras clave: plebe, intolerable, resistencia, poder, acontecimiento. Lo que nos interesa con estas palabras hace referencia a dos órdenes de cosas: de una parte, la posibilidad de concebir una narración de la historia de las sociedades modernas en Occidente que escape a las limitaciones de la falsa alternativa -historia del Estado o historia de los buenos finales revolucionarios; de otra, la de una perspectiva de la acción política que se desligue lo más radicalmente posible de las condiciones establecidas por la sumisión de toda política a las reglas de la representación, del parlamentarismo y del juego de partidos. Foucault es uno de los raros "lugares" desde los cuales se puede proyectar una renovación o un rescate de la política en tiempos del ocaso de la democracia parlamentaria. Esta reasignación de la política no adquiere la forma, según esta perspectiva, de la mítica "alternativa" exaltada por los neomarxistas y las galaxias colindantes ("altermundialismo", Attac, etc.), sino más bien la de una resistencia infinita al conjunto de estos hechos consumados que tejen la trama de lo insoportable. Una resistencia que no recula ante los estallidos violentos, pero que sabe distinguir las grandes bifurcaciones o momentos decisivos de estas supuestas "luchas finales" que nos aligerarían de una vez por todas del peso de la división. Por lo tanto no se trata aquí de abogar por una política foucaultiana que no encontaremos por ninún lado, sino más bien de intentar mostrar cómo una crítica general de la política contemporánea puede sacar partido de la perspectiva foucaultiana -la que toma cuerpo específicamente a partir de la "tercera tópica" de la obra, donde se manifiesta claramente un interés explícito e intensificado por las cuestiones políticas (Vigilar y castigar, la Voluntad de saber, etc.).

La primera "sugerencia" foucaultiana para repensar la política se estructura en torno a la noción de plebe. Esta última se presentará como el primero de los operadores del redespliegue del entendimiento político en un contexto en el que la crítica radical de la antipolítica estatal (la gestión pastoral del rebaño humano) ya no puede efectuarse bajo las condiciones de una teoría de la revolución de tipo marxista. Recordemos brevemente las premisas de una  pespectiva foucaultiana de la plebe: se trata, desde un punto de vista resueltamente antisociológico, de acotar ese "algo" que «en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los propios individuos, escapa en cierto modo de las relaciones de poder; algo que no es para nada la materia prima más o menos dócil o inquieta, sino que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, lo que escapa. "La" plebe seguramente no existe, pero hay "plebe"». [1]

Estas observaciones sólo tienen sentido si las referimos a la  elaboración de Foucault sobre la noción de poder; a su esfuerzo por redefinir el poder abordándolo más en términos de difusión, estructuras reticulares, intercambios, circulaciones, máquinas y dispositivos que en términos de apropiación, de formas separadas y concentradas (la cuestión del poder reducida a la del Estado). Hay "plebe", efectos de plebe, se podría decir, cuando se producen movimientos de repulsa, de resistencia, de huida o de confrontación, como reacción a "cualquier avance del poder". Cuando se dibujan estas brechas o estas líneas de fuga que suspenden las lógicas del poder, alteran o suspenden la eficacia de las "redes de poder". Existe este elemento de irreductibilidad a los juegos de poder y de los cuales la plebe es, si se quiere, el deíctico, cuando los reclusos de una cárcel se revelan, cuando -retomando el ejemplo de Foucault- miles de argelinos toman las calles de París para protestar contra el toque de queda que se les impuso el 17 de octubre de 1961 y son sometidos a una brutal represión por parte de la policía parisina. Así definida, esta plebe desprovista de toda sustancia propia, histórica o social, se presenta como "el revés" o "el límite" en relación al poder. Por lo tanto, no se le puede asignar el lugar de un sujeto histórico cuya acción continuada imprimiría su huella en el curso de los acontecimientos. Surge por flujos irregulares y variables, produciendo, según las circunstancias, diversos efectos de interrupción, de desplazamiento y de sorpresa. Sus expresiones y manifestaciones son infinitamente variables. Lo que será importante siempre en primer lugar, finalmente, es la constancia con la que será designada como el rechazo, lo inclasificable, lo irreconocible o lo infame según las lógicas del orden. Esto es lo que señalaba Foucault en 1972 con respecto a la manifestación de los argelinos anteriormente mencionada: "Nadie o casi nadie habla ya de la manifestación de los argelinos del 17 de octubre de 1961. Ese día, la policía asesinó, arrojando al Sena a unos 200 argelinos que morirían ahogados. En contrapartida, se habla todos los días de los nueve muertos de Charonnedonde finalizó, el 8 de febrero de 1962, una manifestación contra la OAS.» [2]

Foucault atrae aquí nuestra atención sobre la oposición radical que se ha establecido en las sociedades modernas entre una noción política del pueblo y la condición, también política, de la plebe. El pueblo es una sustancia política e histórica, porque tiene acceso a la narrativa y a la memoria, él es lo irreconocible mismo.

Conmemoraciones, manifestaciones, libros, artículos, placas de mármol jalonan la narración, ininterrumpida desde febrero de 1962, del crimen policial de Charonne, perpetúan la memoria de las víctimas, en cuanto que estas encarnan un pueblo -comunista, anticolonialista, en este caso. Detrás de estos nueve muertos se perfila todo un pueblo visible y decible, estructurado por medio de sus organizaciones, representado por medio de sus dirigentes sindicales o políticos, pero también por sus caídos y héroes de antaño. [3] Por contraste, la "masa" indistinta y anónima sobre la que se ceba la policía aquella noche de octubre de 1961, no deja ningún rastro. Es una "plebe" precisamente en ese sentido, esencialmente no porque es un grupo-víctima, sino porque lo que hace, como lo que padece, en esta ocasión, está destinado a desaparecer. Aún hoy, los nombres de las víctimas no aparecen en ningún monumento, el número de víctimas sigue siendo objeto de controversia, los archivos de la policía relativos al suceso son dificilmente accesibles, los testigos escasos; los cuerpos de las víctimas han sido, en su mayoría, desaparecidos, lo mismo que secciones enteras de los archivos de la brigada fluvial de la policía que los repescó... [4] El contraste es total entre la capacidad inmediata de un agrupamiento plebeyo por formarse, para manifestar una energía que resiste a la violencia de un poder (el toque de queda discriminatorio impuesto a los argelinos), para producir un poderoso efecto de interrupción de las lógicas del orden (los argelinos de las barriadas de los suburbios convergen hacia París, desafían las órdenes de la policía, no ceden a la intimidación) y esta especie de evaporación del acontecimiento fuera de los anales, cuyo efecto sigue sin ser compensado cuatro décadas más tarde. La plebe tiene, en este sentido, parte vinculada con el acontecimiento, en la medida en que manifiesta, especificamente, esta capacidad de frenar y desmontar las lógicas de la policía,

ya sea tranquila y desarmada, como sucedió el 17 de octubre de 1961, o, por el contrario, sediciosa, armada, furiosa, incendiaria o montando barricadas, como ha solido ocurrir con las emociones populares del siglo XVIII o las revueltas del XIX. Solo bajo las condiciones de una teleología retrológica se transfigura el 14 de julio de 1789 en el primer paso de un pueblo revolucionario que se pone en movimiento; en su efectividad inmediata, no se trata más que de un violento desorden plebeyo, con sus acostumbradas figuras de mucamas y artesanos "enfurecidos"; solo en la medida en que este acontecimiento plebeyo se encadena a una sucesión interrumpida de otros (la noche del 4 de agosto, etc.) sufre esta magnífica metamorfosis que le permite adquirir el sublime estatus histórico de momento inaugural de una Revolución y, conjuntamente, de fiesta nacional de un pueblo-nación (de un Estado). En la medida en que un acontecimiento se presenta como pura interrupción del transcurso del tiempo, que no tiene precedentes ni antecedentes, que es puro levantamiento, será con la plebe mucho más que con el pueblo que entable afinidades.

El pueblo está condenado a su memoria, a sus tradiciones, a sus "logros" y estatutos, a sus organizaciones, a sus redes de interdependencia con el Estado, etc. La plebe, al carecer de sustancia propia, confraterniza con la ocasión, se agrega con objeto de poner fin a una situación, a un abuso, a un escándalo que despierta su furia, para acabar con un enemigo odiado y execrado, se deshace y se recompone, variando en un siempre constante fluir de luchas y de resistencias, concreción de afectos y movimientos de subjetivación intrincados en las acciones. La energía popular es captada por organizaciones -partidos y sindicatos, asociaciones- cuya función es disociar pueblo y acontecimiento. La plebe es una fuerza que se compone contra unas lógicas de poder opresivas, policiales y que produce movimientos de desasignación tan vivos que viene desvelado al instante lo inconsistente, lo obsoleto o lo infame de la situación establecida.

En Foucault hay lo que podríamos llamar un círculo de la plebe. En cierta manera, la plebe puede ser designada como una producción de orden, un invento de la policía de los poderes modernos. La institución penitenciaria, por ejemplo, es la fábrica de una "especie" específica, los irrecuperables, actualmente los "presos peligrosos", y la presencia de este "deshecho" del orden social servirá de justificación a los dispositivos represivos y de control. Si no existiera esta constancia del delito, de las ilegalidades, de la inseguridad, de la falta de civismo, que es el hecho mismo de la plebe, no habría necesidad de policía:

"Si aceptamos la presencia entre nosotros de estos personas uniformadas que tienen el derecho exclusivo de llevar armas, de exigir nuestra documentación [...] -¿Cómo sería posible si no hubiera criminales? ¿Cómo sería posible si no hubiera criminales? ¿Y si no hubiera artículos en los periódicos todos los días contándonos qué peligrosos son, y cuántos criminales que hay?» [5]

Por otra parte, subraya Foucault, la plebe ocupa, en la sociedad capitalista, un lugar estratégico, porque permite a los dominantes reactivar sin cesar un corte en el seno del pueblo o del proletariado, para dividir al pueblo contra él mismo. Esta división tiene por objeto debilitar la energía popular, en la medida en que se vuelve virtualmente contra el orden, la dominación, la policía.

„En el fondo, comenta Foucault, de lo que el capitalismo tiene miedo, con razón o sin ella, desde 1789, desde 1848, desde 1870, es de la sedición, de la revuelta: los tipos que salen a la calle con sus cuchillos y pistolas, que están listos para la acción directa y violenta». [6]

La división sin cesar reconducida mediante una serie de operaciones policiales (la consistente, por ejemplo, en enfrentar al "trabajador honrado" con el ladrón o el delincuente o más bien, actualmente, el trabajador en regla y el „clandestino“ que trabaja en negro) entre pueblo (o proletariado) y plebe o hampa tiene por finalidad producir asociaciones peyorativas entre plebe y violencia y conducir al pueblo "sano" a adoptar el punto de vista del orden sobre todos los fenómenos de violencia, en particular de violencia política, alborotadora o sediciosa.

No es el interminable discurso y la paciencia infinita de la estrategia revolucionaria y las promesas de un mañana –dejado siempre para pasado mañana- lo que asusta a la burguesía, es la capacidad actual de la plebe para de entrar en efervescencia hoy, mañana, y de producir así esta "escape“  fuera de las relaciones de poder que realiza una apertura sobre estos "otros lugares", estos "otros modos" de la política y de la vida en común que los estadistas equiparan con la "anarquía" (que consideran estupidamente, como equivalente del caos). De lo que tiene miedo la burguesía es del caracter imprevisible de los levantamientos y de los flujos insurreccionalistas plebeyos, de todas esas irregularidades y desbordamientos que socavan las disciplinas, la producción, las circulaciones reguladas, etc. Y así la clase dominante se esforzará por suscitar, entre el proletariado revolucionario, una aversión constante a los movimientos plebeyos, utilizando el siguiente lenguaje: "Estas personas que están dispuestas a servir de punta de lanza a vuestra sedición, no es posible, por vuestro propio interés, que hagáis una alianza con ellos. » [7]

Legalización de la clase obrera, institucionalización del movimiento obrero contra el destierro y estigmatización constante de la plebe descrita en esencia como violenta:

"Toda esta población móvil, [...]  constantemente lista para salir a las calles, organizar revueltas, esta gente ha sido de alguna manera proclamada como un ejemplo negativo por el sistema penal. Y toda la desvalorización moral y jurídica que se ha hecho de la violencia, del robo, etc., toda esta educación moral que el maestro hacía en términos positivos con el proletariado, la justicia la hace en términos negativos. Es así que el corte ha sido sin cesar reproducido y reintroducido entre el proletariado y el mundo no proletarizado porque se pensaba que el contacto entre el uno y el otro era un peligroso fermento de disturbios. » [8]

La perspectiva foucaultiana no es, aquí, meramente analítica o constatativa; el punto de vista que adopta sobre esta división es el de una defección de las relaciones de poder, de una resistencia a las lógicas y "artimañas" de la dominación o del orden. Está claro que, bajo este ángulo, el proletariado es el tonto en esta operación que lo separa de la plebe. El reformismo y el contrato implícito que lo funda (la "respetabilidad" del proletariado establecida al precio de consigar su reserva de violencia) es la tumba de sus esperanzas (aquí, Foucault se reencuentra con la inspiración soreliana). La cuestión estratégica sería pues saber cómo la potentia proletaria puede reengancharse sobre la energía y la iniciativa plebeya, en lugar de apartarse de ella:

"Cuando dije que el problema era precisamente mostrar al proletariado que el sistema de justicia que se les propone, que se les impone, es en realidad un instrumento de poder, fue precisamente para que la alianza [subrayo, A.B.] pudiera ser un instrumento de poder. Era precisamente para que la alianza con los plebeyos no fuera simplemente una alianza táctica de un día o de una tarde, sino que pudiera haber, entre un proletariado que no tiene absolutamente ninguna ideología de los plebeyos y un plebeyo que no tiene absolutamente ninguna práctica social del proletariado, algo más que una reunión de coyuntura. » [9]

La "alianza" que Foucault se esfuerza por pensar aquí no es equivalente a la de un partido parlamentario con otro, de una clase con otra - táctica o estratégica, con miras a un objetivo común. No se trata tanto de rubricar el reencuentro de la revuelta con la revolución como de plantear el movimiento global de una migración de la masa popular, proletaria, fuera de las densas redes de poder que la vuelven cautiva del Estado y de su discurso. Se trata de desplazarse hacia este margen, este "límite" o este punto de fuga de las relaciones de poder existentes, tal y como se producen movimientos masivos movimientos de defección, de descentramiento y de irreconciliabilidad en relación con lo que, en nuestras sociedades, es constitutivo de la policía de la conducta y de los discursos y, por este motivo, factor de ese desastre sin fin que es el presente (Benjamin):

"Me gustaría hacer una pregunta: ¿qué pasa si es la masa la que está marginada? Es decir, si es precisamente el proletariado y los jóvenes proletarios los que rechazan la ideología del proletariado... Al mismo tiempo que se masifica la masa, bien podría ser que la masa sea marginada; contrariamente a lo que esperábamos, no hay tantos desempleados entre la gente que va a los tribunales. Son los jóvenes trabajadores los que se dicen a sí mismos: ¿por qué debería sudar mi vida por cien mil francos al mes cuando... En ese momento, son las masas las que se están marginando. » [10]

Queda bastante claro que lo que enuncia Foucault aquí no tiene validez de programa (para una política o una filosofía política), sino más bien es un estímulo para establecer nuevas disposiciones sobre las cuales podría ser pensada una política radical. Lo que sugiere Foucault, más especificamente, es que la política debe ser pensada no tanto en términos de acumulación de fuerzas, de conquistas, como en términos de capacidad de retroceso decaimiento abandono, defección, de desatadura, de descomposición, de demolición, también, de desplazamiento hacia esos „bordes" donde las relaciones de poder encuentran sus límites. Por supuesto, Foucault mejor que nadie está informado del hecho de que no existe una posición de pura y simple exterioridad en las relaciones de poder: ahí donde se compone una fuerza que resiste a otra fuerza, se establecen nuevas relaciones y concreciones de poder -este es el paradigma de aquellas organizaciones revolucionarias que se convierten en temibles máquinas de reciclar modelos autoritarios; pero lo que una organización como el Grupo de Información sobre las Prisiones (GIP) es, a justo título, ejemplar es de la voluntad de desplazar la acción política hacia una perspectiva plebeya, burlando los peligros de inscribirla en formas establecidas donde se recomponen las relaciones de poder tradicionales. El GIP se constituye como un lugar de encuentro, de debate y de iniciativas basado en primer lugar en el rechazo de las tutelas políticas (las organizaciones de extrema izquierda), culturales (los intelectuales), pero también en elecciones que reenviaría a la ruptura fatal entre el pueblo y la plebe. En la medida en que surgió directamente del gran movimiento de mayo de 1968, el GIP podría haber sido concebido para apoyar a los militantes encarcelados, para reivindicar para ellos un estatuto político, separando su condición (honorable) de la de los presos comunes. Este enfoque de la institución penitenciaria habría situado, por ejemplo, en consonancia con el enfoque adoptado por los comunistas durante la Segunda Guerra Mundial, rehusando con indignación la propaganda de los ocupantes y de los colaboradores que convertían a los combatientes de la resistencia en "bandidos" o "terroristas" -es decir, plebe (como tal, exterminables). Al contrario, estableciendo que el problema que preocupa al GIP no es el del "régimen político en las prisiones, sino el del régimen carcelario", Foucault desafía la división entre pueblo y plebe- cualquier detenido, de cualquier condición, y sus familias, están incluidos entre las preocupaciones del GIP. Este desplazamiento del "punto de vista" desde donde se determina una acción política choca naturalmente con la incomprensión de todos aquellos "progresistas" que han incluido la división entre pueblo (proletariado) y plebe en su programa (en el sentido informático del término, aquí, tanto como en el político) -el PC, la CGT, las organizaciones del movimiento obrero tradicional. Esta oposición entre una política "proletaria" y una política "plebeya" es también evidente en el plano de las formas y los medios de acción: para Foucault, el GIP presenta otra política posible al desafiar las estructuras jerárquicas, las prácticas de reconocimiento, el mimetismo gregario:

"En el GIP, eso significa: sin organización, sin líder, realmente hacemos todo lo posible para asegurar que siga siendo un movimiento anónimo que existe sólo por las tres letras de su nombre. Todo el mundo puede hablar. Quien habla, no lo hace porque tenga un título o un nombre, sino porque tiene algo que decir. La única consigna de la IPTF es "dar voz a los presos". » [11]

Es el carácter mismo de la plebe, informal, protoplasmático, nómada, lo que se transpone en el marco del lugar de acción. Cuando se le pregunta a Foucault hasta qué punto el GIP era un grupo, si tenía una "constitución orgánica", responde claramente: "No, ninguna. Era un lugar de reunión. El grupo no estaba constituido..." El énfasis puesto en el deseo de anonimato (paradójico en una agrupación que reúne a algunas celebridades del mundo literario y universitario) va en la misma dirección. Es el rasgo definitorio de la plebe presentar caras y nombres poco claros, intercambiables y evanescentes –en contraste con el pueblo formal, rigurosamente identificado con sus líderes, sus héroes y sus mártires. En un momento en que Foucault se esfuerza por definir los lineamientos de otra posible política, el modelo leninista seguía conociendo cierto exito enre la extrema izquierda – el de una cohorte política de acero///hierro, calcada sobre una organización militar, disciplinada, jerárquica, galvanizada. Es a la vez contra este modelo, tal y como viene impregnado en la cultura política radical de los años 1970, como contra el modelo de la política parlamentaria (que somete los partidos a las condiciones del Estado y del estatalismo) que se concibe esta experiencia de inspiración libertaria: antiautoritaria ("no hay líderes, no hay órdenes que cumplir"), igualitaria ("la palabra al alcance de todos") y molecular (no hay organización). Desde que estas "sugerencias" fueron lanzadas por Foucault, el modelo leninista se ha derrumbado en la extrema izquierda formal, y ésta se encuentra en un proceso de rápida conversión, aunque sigue sin ser reconocido, por las condiciones del aparataje parlamentario de la política. ¿Quién se sorprendería, desde entonces, de que las sugerencias foucaultianas den cada vez más con prácticas, gestos, actores y, de una manera más en general, con un nuevo tono de la política radical que tiene en común desafiar estos rituales de la política que nos reenvian a todos de vuelta a una institución parlamentaria y a un significante mayor (la democracia) cuyo histórico ocaso es, sin embargo, más que evidente a los ojos de todo el mundo? Por lo demás, ¿no son precisamente las cuestiones sobre las que la política (extraparlamentaria) en los países de Europa occidental se ha cristalizado cada vez más, aquellas en cuyo centro están surgiendo actores y cuestiones plebeyas: sin papeles, solicitantes de asilo, parados de larga duración, jóvenes de extraradio o periferia, trabajadores de la cultura intermitentes, los enfermos de SIDA, desafiliados y abandonados, etc.? De golpe, el retrato de la batalla que se libra cambia completamente: no se trata más de un frente de lucha único, una batalla enfrentando meta-sujetos (el proletariado contra la burguesía, "representados“ por sus respectivos partidos), en la perspectiva de la prueba final, sino una multitud de escenarios dispersos de confrontación, hogares descentralizados, resistencia por estallidos, más o menos efímeros o duraderos.

Los que ven en estas proliferaciones solo agotamiento y pérdida de sustancia, anomia, desaparición de toda fuerza que pudiera contrarrestar la dominación, no comprenden simplemente que estamos atrapados en///por un cambio de época; lo que está en juego es nada menos que el paso de un régimen clausewitziano de la política (la guerra de clases parodiando la guerra entre estados-nación y que culmina en la gran batalla que lo decide todo - pero que nunca llega, en nuestras latitudes cuanto menos) a un régimen de proliferaciones y de intensidades en el que la división se perpetúa y se certifica bajo la forma de una multitud de enfrentamientos heterogéneos -salvo que todos convergen en acto no hacia la noción de una "mejora" del sistema, sino más bien hacia una defección generalizada. Lo que reclama la lucha de los sin papeles no es una "Europa fortaleza" menos hermética, ministros del interior menos proclives a vuelos de repatriación, sino más bien una regreso a la hospitalidad; un retorno que pasa por tantos movimientos de desdén, tantos desplazamientos violentos, tantos olvidos de nosotros mismos tal y como estamos moldeados por nuestra condición inmunitaria y nuestros temores securitarios, que llegaríamos un día a "ver"  Sangatte y las zonas de espera con igual incredulidad y repudio que vemos la quema de brujas y las luchas de gladiadores. [12]

El círculo de la plebe, es pues este inesperado retorno, al corazón de la renovación de las prácticas políticas y la intensificación de las formas de defección, de la misma manera que el cálculo de los dominantes había concebido como una máquina de guerra contra los designios prometeicos del proletariado (incluso contra la simple energía del pueblo de Michelet y Péguy). La plebe vuelve como agente de disolución, factor de irregularidad, pero también como vector de desplazamientos y de invención (siendo el capitalismo no lo que hay que destruir y superar, sino lo que hay que desertar y olvidar aprendiendo a "hacer de otra manera", operando el "paso a un lado decisivo, inhibiendonos", según la bonita lección de Paul Veyne, sobre el paso de las modalidades de vida antiguas a la vida cristiana). Los movimientos plebeyos, los modos plebeyos de la acción política no se suceden según un regimen dialéctico del que tomarían el relevo, relevándolo, precisamente (una traducción posible de la celebre Aufhebung, madre de todas las dialécticas), sino planteando diferencias, dice Foucault. El enfoque plebeyo de la política es  indisociable de este movimiento de abandono masivo de los esquemas hegelianos ("no ser más hegelianos" –esa es la divisa foucaultiana). El desplazamiento o el desarraigo violento al que insta este modo de proceder pasa por someterse a la temible y dolorosa prueba de la defección de toda una serie de grandes significantes de la política contemporánea -el hombre, por supuesto, el del discurso humanista y humanitario, pero también el ciudadano del discurso de la postdemocracia consensual, humanitaria, "judicialista" – que ha revelado ser nada más que el seudónimo del hombre de la clase media de las metrópolis del "primer mundo". La plebe vuelve con fuerza, de un modo nada idílico sobre las ruinas de esta versión (que se ha vuelto grosera y despótica) de la esperanza democrática que había apostado todo a la institución republicana, al sufragio universal, a la competencia de los partidos estatales, al sistema parlamentario y al poder de la prensa (generalmente confundido con la decorativa "libertad de opinión").

Son casualidades poco probables, estallidos de violencia impredecibles que recuerdan al mundo la permanencia de esta polvareda humana abocada al olvido y a las tinieblas que es la plebe. Son estos extractos de los archivos del Hospital general y de la Bastilla los que, contra toda pronóstico, rescatan algo de la vida infima de estos "hombres infames" de los siglos XVII y XVIII (dementes, libertinos, apóstatas religiosos, chicas de la calle, etc.), de estas oscuras existencias envueltas un día por el rayo de luz luminoso del poder; son las cartas de los soldados la Gran guerra caidos en el frente y que, décadas más tarde, resurgen coincidiendo con un aniversario, con una conmemoración; son las memorias redactadas en prisión por el parricida Pierre Rivière; son las cartas y diarios dispersos de Richard Durn, el "asesino loco" de Nanterre, de los cuales la prensa libra fragmentos por entrega... [13] Estos rescates no son más que arrecifes aislados en medio del océano del olvido donde están inmersa la infinita totalidad de los acontecimientos plebeyos. Pero son suficientes en número para atestiguar la afinidad constitutiva entre los plebeyos y el acontecimiento - cuando éste no es puro y simple desastre (y de nuevo: Auschwitz e Hiroshima son operaciones tanatocráticas cuyo propósito apropiado es reducir a la condición de plebe –exterminable- una fracción de la humanidad). Lo que muestra el trabajo de Foucault es la medida en que estamos constantemente atravesados, a nuestro cuerpo defensivo, por una multitud de acontecimientos plebeyos –incluso ahí donde somos constantemente llevados a buscar la Historia o el "hacer época" del lado de las "cumbres", de lo que inscribe huellas visibles, gloriosas o desastrosas, de lo que compone un patrimonio, de lo que da pruebas de un desplazamiento:

"Nuestro inconsciente está formado por estos millones, miles de millones de pequeños eventos que, poco a poco, como las gotas de lluvia, devastan nuestro cuerpo, nuestra forma de pensar, y luego el azar hace que uno de estos micro-eventos deje huellas, y puede convertirse en una especie de monumento, un libro, una película. » [14]

Definiéndose a sí mismo como un hombre "amante de la polvareda ", enunciando su ambición de escribir "historias" de "polvareda", Foucault nos insta a reacondicionar nuestra percepción del acontecimiento del lado de lo infinitesimal, de lo innombrable, de lo indecible; a tratar de entender a qué título -pero con toda seguridad- el "coup de folie" de Richard Durn marca más una época y un acontecimiento que una media docena de cambios ministeriales; a ver en Pierre Rivière menos un desafortunado alienado que el testigo de una historia de masacres marcada por las guerras napoleónicas, las conquistas coloniales y la violencia social...

Lo que caracteriza en sí la acción de la plebe, el gesto plebeyo estridente y aislado o, por el contrario, el movimiento o pasar al acto colectivo, es su capacidad de marcar con un corte  el presente, desfigurarlo –lo que es otra manera de hacerlo sensible, por un instante y, raramente, de forma duradera, la insoportable fealdad... Ocurre así con el "gesto" de Pierre Rivière que laceró el orden de las familias; con el "gesto" de Richard Durn que cercena la institución política; con el de Bin Laden que se insiere en el orden (imperial) mundial. El acontecimiento está ahí, donde el escándalo de un gesto (como un grito) plebeyo crea una nueva e insoportable visibilidad. El efecto de choque producido por tales actos separados de toda "lógica" de encadenamientos y discursos, se debe a que emanan de invisibles, sin poder o derrotados. Se debe a su desvinculación de actos de lenguaje o de esfuerzos de comunicación. Existe esta afinidad inalterable de la plebe con el silencio, la falta de discurso, la imposibilidad de "encadenar" una frase (Lyotard), el grito o la voz cuando el discurso está ausente. Foucault :

«Sí, me gustaría escribir la historia de los vencidos. Es un hermoso sueño que muchos comparten: dar finalmente una voz a aquellos que no pudieron soportarlo. hasta ahora, a aquellos que han sido silenciados por la historia, por la violencia de la historia, por todos los sistemas de dominación y explotación.»[15]

Aquello de lo que son testigos muchos acontecimientos plebeyos hoy, no-vistos o, por el contrario, señalados como lo innombrable en sí (Durn), atestiguan es el desmoronamiento del "sueño" foucaultiano que aquí enunciado: nuestro tiempo es en efecto aquel en el que «muchos comparten» ante todo el deseo de enterrar la historia de los vencidos bajo una espesa capa de silencio y de impedir, más que nunca, que los vencidos accedan a la palabra. La tele, entre otras cosas, es ese dispositivo de poder (de monopolio de la "comunicación") cuya finalidad primera es impedir cualquier tipo de toma de la palabra plebeya -de ahí la importancia y la legitimidad de las irrupciones de los intermitentes del espectáculo durante las emisiones de entretenimiento o en los telediarios.

Pero, por otro lado, se puede decir que es precisamente porque no tiene una lengua propia y porque sufre de este constante déficit del lenguaje que la plebe tiene parte vinculada con el acontecimiento. Los profesionales de la lengua (políticos, clérigos, periodistas, sacerdotes, etc.) hace mucho tiempo que desertaron esta configuración en la que el discurso (del orador, del panfletario, del predicador, etc.) sigue a la acción que transforma. Su aptitud para el discurso se asocia con el estado de las cosas, suspende todo acontecimiento, es policial -se considera a sí misma exorcismo de cualquier tipo de violencia, sea cual sea, pero el acontecimiento provoca una violencia, mortal, al orden de las cosas establecidas, a los lugares establecidos, a las regularidades y a las rutinas eficaces. Lo que los instruidos y los gobernantes suelen detectar y designar corrientemente como el índice de "barbarie" de los movimientos o gestos plebeyos remite siempre, de una manera u otra, a esta imposibilidad de incluirlos en esas redes lingüísticas y comunicacionales que son los dispositivos más eficaces de neutralización de las intensidades violentas. La plebe lacónica o muda que no entra en comunicación, no delibera, sino que pasa a la acción –esto es lo que conserva intacta la marca horrible y aterradora de lo insoportable.

En otras palabras, diremos: en boca de los políticos, de los profesores, de la gente de la televisión y de los sacerdotes (etc.), el lenguaje es lo que principalmente pretende evitar que la gente se levante. Ahora bien, toda política orientada hacia la emancipación comienza no con una divina sorpresa electoral, sino con un levantamiento. Esto es lo que nos recuerda Foucault en su serie de artículos tan criticados -por esta razón precisamente y alguna que otra más- a propósito del levantamiento iraní que, a finales de los años 1970, provocó la caída del Shah de Persia:

"No estoy de acuerdo con quien diría: 'No hay necesidad de levantarse, siempre será lo mismo." No se hace la ley quien arriesga su vida frente a un poder. ¿Es correcto o incorrecto rebelarse? Dejemos la pregunta abierta. Nos levantamos, es un hecho; y así es como la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de cualquiera) entra en la historia y le da su aliento. Un delincuente sopesa su vida frente a un castigo abusivo; un loco no puede soportar más ser encerrado y caído; un pueblo rechaza el régimen que lo oprime. Esto no hace al primero inocente, no cura al segundo, y no asegura al tercero los mañanas prometidos [...]. Nadie está obligado a encontrar que estas voces confusas cantan mejor que las otras y dicen toda la verdad. Basta con que existan y que tengan contra ellos todo lo necesario para silenciarlos, para que tenga sentido escucharlos y buscar lo que quieren decir. ¿Una cuestión de moralidad? Tal vez lo sea. » [16]

La plebe, es ese "cualquiera" que manifieste una capacidad sostenida de levantarse; una aptitud capaz de producir efectos que prevalecen sobre el "hablar claro" o "decir la verdad" a los que nuestras sociedades conceden todos los privilegios. Incluso en su "confusión", las voces y gritos que acompañan al levantamiento están dotados de una fuerte capacidad de enunciación: están ahí para recordarnos lo inmemorial, lo insoportable - la irreductibilidad del "resto" plebeyo a las disciplinas y a los reglamentos policiales. Nos recuerdan que lo mismo que está condenado a un riguroso régimen de desaparición - la vida de la plebe y su energía- vuelve sin fin, y que es lo mismo que hace que la historia no sea pura forma vacía, puro continuum sin contenido:

"El movimiento por el cual un solo hombre, un grupo, una minoría o un pueblo entero dice: 'Ya no obedezco' y lanza a la cara de un poder que considera injusto el riesgo de su vida - este movimiento me parece irreductible. Porque ningún poder es capaz de hacerlo absolutamente imposible [...]. Todos los desencantos de la historia no harán nada al respecto: es porque hay tales voces que el tiempo humano no tiene la forma de la evolución, sino la de la "historia", precisamente. » [17]

La historia es -¿pero no lo sabíamos ya, por lo menos desde Nietzsche, y Blanqui? - esta combinación del retorno de lo inmemorial (lo mismo) y de surgimiento de lo heterogéneo. De este doble régimen, la plebe es la encarnación exacta: aquel "siempre allí" recubierto por los substratos del desprecio y del olvido y aquel "siempre nuevo" que se inventa a lo largo de las secuencias y de los acontecimientos bajo nuevas vestimentas, en nuevos gestos. Los mulás predicando la insumisión, de mezquita en mezquita, durante el levantamiento iraní, es el regreso de Münster, de Savonarola, la venganza de los vencidos, entendida no como resentimiento sino como el afecto que pone en movimiento la pura energía resistiendo al poder y desenmascarándolo. Pero también es al mismo tiempo lo inédito y sin precedentes de una situación inconcebible a los ojos de todos aquellos especialistas que diagnosticaban  la irreversible "occidentalización" de la sociedad iraní... hay plebe hay así pues parte vinculada con la historia (el retorno de lo desaparecido y la producción de las diferencias) en la medida en que es esta contrapartida que obstaculiza el poder, lo dispersa, desdibuja sus efectos - en la medida en que son el im-poder, se podría decir. El poder, en efecto, lejos de coincidir con la composición de una historia, es lo que pretende impedirlo. Lo propio de una máquina de poder es constituir homogeneidad, regularidades, luchar contra los imprevistos, intensificar, identificar. Y lo propio del poder es repeler cualquier límite. Las lógicas de poder son, por definición, antipolíticas, porque son rigurosamente alérgicas a los intervalos y a un régimen de diversidad y división. La plebe es precisamente lo que se resiste al poder donde esté "por sus mecanismos", dice Foucault, llevado hasta el infinito. La plebe es, por lo tanto, lo que hace que la política vuelva al juego del poder, obstaculizándola. Encarna o dota de cuerpo a esta especie de derecho natural a la resistencia, a la expansión mecánica del poder, una resistencia sin la cual nuestras sociedades son sólo policiales (lo que no quiere decir exclusivamente represivas). Un derecho natural, como tal, no se codifica, se proclama, se constata. La plebe permanece infinitamente sin "legitimidad", siendo sólo el cuerpo o la textura de este juego de fuerzas antagónicas infinito de las que está hecha "la vida" y cuya ley es: ahí donde se establece poder, surge una fuerza que resiste y se opone a él. El pasaje -condicional- a la dimensión moral se jugará en la afirmación de una inevitabilidad de la resistencia de la plebe a la infinitud del poder, sin importar el precio y la forma que adopte, más allá del bien y del mal. Si hubiera una musiquita utópica que acompañase a esta fenomenología de la plebe, de sus cien rostros y acciones, diría así: es lo que, obstinadamente y sin fin, pone límite a todo poder y replica su expansión sin fin.

Otra forma de decirlo, que acercaría a Foucault de Pierre Clastres, sería: el poder es lo que no va de suyo. La figura del abuso de poder se incluye en toda forma, por legítima que sea, de institucionalización del poder. De ahí la importancia de pensar el fuera de campo (fuera del poder) radical de este "derecho" que funda esos movimientos que resisten al poder o lo infectan, pero que, al mismo tiempo, simultaneamente, reactivan la política misma. Lo que Foucault llama: "Ser respetuoso cuando se levanta una singularidad, intransigente en cuanto el poder viola lo universal. "El "tan pronto como" lo dice bien: no es posible para el filósofo decretar sustancialmente bueno hasta el punto de unirse a él. Aquí, Foucault se separa claramente de sus amigos maoístas de la época, rechazando la figura autoritaria del gobernante omnisciente, la del tribunal "del pueblo" y la del intelectual leal. [18] Bajo el fuego de su crítica, la logomaquia de los maoistas se revela como un avatar más de la política reducida a las condiciones del Estado. Esforzándose por dibujar los contornos de una política desplazada del lado de la plebe, Foucault renueva el pensamiento libertario de la acción.

 

Alain Brossat, 2006

 

Notas :

[1] "Prison Inquiry: Breaking the Barriers of Silence", Dits et Écrits (de aquí en adelante abreviado como DeÉ), II, págs. 176 y ss.

[2] ibidem

[3] No abordo aquí la cuestión del notorio debilitamiento, en las últimas décadas, de esta narrativa. Hablo aquí de un régimen narrativo, indexado sobre la relación entre un grupo constituido, su experiencia colectiva, su memoria y las huellas de su existencia duradera.

[4] Con motivo del cuadragésimo aniversario de la manifestación del 17 de octubre de 1961, se inauguró una placa conmemorativa en el puente Saint-Michel, por iniciativa del Ayuntamiento de París, solicitada a su vez por muchas asociaciones. Pero el texto inscrito en él sigue siendo vago, evadiendo en particular la responsabilidad de la policía y la autoridad política parisina en la perpetración de este crimen de Estado.

[5] "Entretien sur la prison : le livre et sa méthode", DeÉ, II, pp. 740 y ss.

[6] "Table ronde", DeÉ, pp. 316 ss.

[7] Ibid.

[8] Ibidem

[9] Ibidem

[10] Ibidem

[11] "El gran encierro", DeÉ, II, pp. 296 ss.

[12] Véase a este respecto el expediente sobre las zonas de espera en la revista Drôle d'époque, Nº 13, Nancy, noviembre de 2003.

[13] A este respecto, ver: Arlette Farge y Michel Foucault: le Désordre des familles, lettres de cachet des archives de la Bastille, Archives Gallimard/Julliard, 1982; Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano.... Un caso de parricidio en el s.XIX presentado por Michel Foucault, Archives Gallimard/Julliard, 1973; " La vida de los hombres infames", DeÉ, III, pp. 237 sq. Sobre el tema de la " masacre de Nanterre ", quisiera referirme a mi artículo sobre el caso de Durn in le Passant ordinaire (Bègles), n° 40/41.

[14] « Le retour de Pierre Rivière", DeÉ, III, págs. 114 y ss.

[15] "La tortura, c'est la raison", DeÉ, III, pp. 390 y ss.

[16] "¿No hay necesidad de levantarse? "DeE, III, pp.790 y ss.

[17] Ibidem.

18] Ver, por ejemplo, "Sobre la justicia popular, debate con los Maoistas", DeÉ, II, pp.340 y ss.

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