El arte de gobernar solo produce monstruos 3/3
Del mismo modo que
existe una afinidad entre el neoliberalismo y el automóvil, existe una conexión
entre el neoliberalismo y el petróleo.
Del mismo modo que la
Fundación Ford ha financiado desde los años 50 las reuniones del club
estadounidense-europeo de líderes atlantistas Bilderberg, las multinacionales
del petróleo han apoyado durante mucho tiempo a la Sociedad Mont-Pèlerin, con
cierto interés en que los pueblos no fueran a interferir demasiado en sus
actividades globales.
Los dos centros
históricos del neoliberalismo -la London School of Economics y la Universidad
de Chicago- no son por casualidad creaciones de los Rockefeller.
La conexión entre el
petróleo y el neoliberalismo es de naturaleza estratégica: durante el último
siglo y medio, los arquitectos de este mundo -llamémosles los
"cosmócratas"- se han asegurado de que, pieza a pieza, cada aspecto
del mismo sea sistemáticamente sustraído de nuestro alcance para sernos
devuelto bajo la forma de un entorno inaccesible. Como lo ha demostrado Timothy
Mitchell en su Carbon Democracy, el paso del carbón al petróleo
estuvo inicialmente motivado por el hecho de que la mina seguía estando, se diga
lo que se diga, en manos de los obreros, que eran los amos, sin duda sometidos,
pero amos indiscutibles de lo que ocurría bajo tierra. El petróleo, con sus
instalaciones lejanas, su compleja logística, su explotación poco golosa de
mano de obra y largamente automatizable, su plantilla de ingenieros y su
geopolítica armada, permitía escapar de los pueblos. Esta era su
principal virtud. El paso al petróleo fue una política que
impuso a continuación una completa reconstrucción económica –lo mismo de la producción
que del consumo. Desde entonces, cada nuevo avance del capital habrá consistido
en reforzar nuestro abandono del mundo, como si representase la medida
inconfesable del mismo. Es esta preocupación la que preside tanto la
automatización como la deslocalización, tanto la transición dirigida hacia lo
virtual como a las semillas transgénicas estériles, tanto la construcción de
mercados globales como a las instancias políticas supranacionales. Si la escala
nacional era ya el lugar de nuestro despojo, ahora éste no tiene límites.
Esta pérdida
organizada de control sobre el mundo es la condición del hombre contemporáneo.
Su disponibilidad para la revuelta como su maldición. Su existencia shabática
como el abismo de su depresión.
"No servimos ya
para nada" - esto mismo puede entenderse a la vez como un lamento o como
el maravilloso final de toda servidumbre.
"La humanidad
hoy ha mejorado tan desmesuradamente su tecnología que se ha vuelto en gran
medida superflua. La maquinaria moderna y los métodos de organización han
hecho posible que una minoría relativamente reducida de managers, de técnicos y
de trabajadores cualificados baste para hacer girar el funcionamiento del
aparato industrial. La sociedad ha alcanzado un estado de desempleo
masivo potencial; y el empleo masivo es cada vez más un producto manipulado por
el Estado y los poderes afines a él que viene a canalizar la humanidad
surnumeraria a fin de mantenerlo a la vez en vida y bajo control [...]
Esto significa que amplias masas de trabajadores han perdido toda relación
creativa con el proceso de producción. Viven en un vacío social y económico. Su
dilema es la condición previa del terror. Ofrece a las fuerzas totalitarias un
camino abierto hacia el poder y un objeto para su ejercicio. Para estas
fuerzas, el terror es la administración institucionalizada de la humanidad que
se ha convertido en excedente. (Leo Löwenthal, "La atomización del hombre
por el terror", 1946)
La intuición de que
los amos de este mundo quieren deshacerse de nosotros, ahora que ya no nos
necesitan y tienen todo que temer de nosotros, no tiene nada de insensato. Es
incluso de sentido común. Es una vieja sabiduría gubernamental que "es
necesario mantener al pueblo todo el tiempo ocupado. [...] Son peligrosos para
la paz pública los que no tienen interés". (Giovanni
Botero, Sobre la razón de Estado, 1591) Un empresario de Silicon Valley,
efímero papa de la "nueva economía" de los años 90, especulaba en el
New York Times, hace más de veinte años diciendo: "2% de los
estadounidenses bastan para alimentarnos, y 5% para producir todo lo que
necesitamos". Todos los trabajos de mierda del mundo no serían suficientes
para frenar la marea creciente de supernumerarios. La reintroducción de
condiciones de trabajo de naturaleza esclavista -ya que "toda mano de
obra, desde el momento que se pone en competencia con un esclavo, ya sea éste
humano o mecánico, debe aceptar las condiciones de trabajo del esclavo",
como Norbert Wiener advertía ya en 1949 al sindicato de trabajadores del
automóvil estadounidense- no cambiará nada al asunto, ni tampoco las
ansias de control universal. Esta situación imposible no puede
estabilizarse.
Este es el secreto a
voces de esta época, que se revela aquí y allá, por estallidos. Se sigue de esto
una curiosa configuración ortogonal de poderes, públicos como
privados. Al frente de las grandes empresas, así como de los Estados,
observamos la misma disposición de un puñado de responsables, bañados en una
atmósfera de pandilla viril, y, por debajo de este pequeño núcleo de
horizontalidad desinhibida, una línea vertical no de poder, sino de sumisión.
Una cascada vertiginosa de obediencia temblorosa, tanto en la administración
como en las empresas, que ya no trata de entender lo que se le hace. Una estructura
de este tipo, aunque esté apoyada por la fuerza pública y las consultoras
globales, tiene muy poca capacidad de resistencia. No tiene asidero propio.
Este universo donde
algunos arquitectos regulan en secreto la vida del conjunto de sus contemporáneos,
conduce inevitablemente al cinismo o a la jactancia descarada.
A fuerza de tratarnos
como a un rebaño, se han creído que somos unos borregos.
Piensan que pueden
decir cualquier cosa y que nadie se enterará.
Es el "tiempo
del cerebro disponible" de Le Lay. O el "Hemos ganado la lucha de
clases" de Warren Buffett. O Laurent Alexandre arengando a los estudiantes
de la Politécnica: "Vosotros, los dioses que domináis, controláis y
gestionáis las tecnologías NBIC, vosotros vais a crear una brecha frente a los
inútiles. [...] Los Chalecos Amarillos son la primera manifestación de esta
insoportable brecha intelectual. [...] Lo urgente es evitar que los Chalecos
Amarillos se multipliquen". Lo que les pone locos, con los conspiranoicos,
es darse cuenta de que su apuesta ha fracasado.
No basta con
distraernos y aterrorizarnos para tenernos cogidos.
Nos informamos. Nos
formamos. Discutimos. Leemos. Pensamos. Peor, nos afanamos en compartir lo que
creemos haber entendido.
Nuestros medios son
escasos, pero no vamos a renunciar a detectar sus maniobras.
Y, sobre todo, nosotros
sabemos dónde vivimos.
Hemos leído al
teórico orgánico del Consejo Europeo, Luuk van Middelaar, celebrando los golpes sucesivos,
tan audaces como sigilosos, con los que el poder europeo se ha desembarazado de
todo control. No se nos ha escapado que se refería con esto al Maquiavelo
francés del siglo XVII, Gabriel Naudé, y a sus Consideraciones
políticas sobre los golpes de Estado. Y hemos apuntado bien que nos ve como
un terreno inerte donde la aristocracia política debe representar su puestas en
escena neoconservadoras, para que pase de todas maneras algo. Su tranquila
insolencia no ha caído en saco roto.
Hemos leído el
desprecio al pueblo, tan impermeable a toda razón y tan sujetos a los rumores,
destilar en cada línea de La guerra de las vacunas de Patrick
Zylberman, una especie de consejo al Príncipe para aplastar sin escrúpulos toda
oposición a la actual política de vacunas. Esto también será pagado de vuelta.
Hemos adorado esta
entrevista con alguien cercano a Jean Monnet, el hombre de la élite
transatlántica en la Francia de la posguerra, el hombre más de los bufetes de
abogados de Wall Street más que de la CIA. Relata su vertiginosa vida en el
Commissariat du Plan entre 1946 y 1958, donde coescribió una docena de
declaraciones de investidura de presidentes del Consejo: "¡En el Plan era
prodigioso! Éramos tres: Monnet, Hirsch y yo, el resto eran las comisiones,
eran los expertos, pero estábamos siempre los tres juntos haciéndolo todo, una
especie de comando. Hemos hecho la reconstrucción, el plan de
industrialización, la estabilización, la política social; hemos hecho la
política exterior y hemos terminado haciendo la política militar [...] ¿Se
imagina la vida que llevábamos? Era increíblemente diverso. Desde mi despacho
del ático del Comisariado del Plan, inspiré en gran medida la política
económica francesa. Era un método muy eficaz; ¡tres tipos clandestinos
haciéndolo todo! ¡Y los gobiernos hacían lo que les decíamos! (Pierre
Uri en François Fourquet, Les Comptes de la puissance, 1980) Esta
pequeña luz iluminando este periodo histórico nos faltaba; da cuenta de mucho
más.
Hemos visto a Edward
Bernays, que afirmaba públicamente estar sacando a la publicidad de su era
mágica y llevándola a su era científica, representarse a sí mismo en un dibujo
como un mago melancólico alrededor del cual gira el universo. O Alex Pentland,
el papa conductista de los GAFAM (Google,
Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), con una intervención hace unos
años en Mountain View, en la sede de Google, diciendo: "Ustedes han oído
hablar de los individuos racionales [...] Esto no es asunto mío. [...] No creo
que seamos individuos [...] La acción no está dentro de nuestros cráneos. La
acción está en nuestras redes sociales".
Hemos leído a Eric
Schmidt, el jefe de Google, en 2013: "Casi nada, a excepción de un
virus biológico, puede aumentar tan rápido, de manera tan eficiente o agresiva
como estas plataformas tecnológicas; un poder similar hace que las personas que
las construyen, las controlan y las utilizan sean ellas también todopoderosas".
Y hemos, por
supuesto, leído a Klaus Schwab, su Cuarta Revolución Industrial y
su COVID-19: el gran Reset. El deleite morboso con el que detalla
"los efectos desastrosos para nuestro bienestar mental" de la
atmósfera de ansiedad que rodea a "una de las pandemias menos mortíferas
que haya conocido el mundo en el transcurso de los dos mil últimos años",
con el que sopesa el "trauma, la confusión y la ira" que engendran
las medidas de confinamiento en la mayoría de la gente y la incomparable
felicidad con la que esas mismas circunstancias llenan a los genios auténticamente
creativos, nos ha dejado mudos. ¡Qué ridículo han hecho los medios de
comunicación haciendo pasar por una "teoría de la conspiración" lo
que figura por escrito en libros que no se han molestado en leer, ellos! Tanto
más se extiende la red de control electrónico, tanto más la información
universal agravará la ilusión de omnisciencia de los jefes, tanto más un
pequeño número de cosmócratas ganara influencia sobre la vida de una cantidad
siempre mayor de personas, y tanto más se les oye fanfarronear de su mundo
maquiavélico.
Esta fanfarronada
será su perdición.
No hemos olvidado que
detrás de las violaciones antojadas por Jeffrey Epstein están sus
fantasmagorías eugenésicas, su financiación de la "mejor ciencia"
americana de Harvard a Stanford, sus veladas con premios Nobel, con Sergey
Brin, Elon Musk, Bill Gates o Jeff Bezos, sus millones ofrecidos al MIT Media
Lab.
Ni que el fundador del MIT Media Lab, que no veía ningún problema en coger el dinero de Epstein, no veía ya ningún problema, en los años 70, en coger el dinero de la DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency) para programarle el AspenMovieMap, el antecesor de todos los videojuegos de disparos y de todos los simuladores militares.
El valor de uso de la
riqueza y del poder se reduce por lo tanto a esto: el consumo fastuoso de
cuerpos jóvenes.
El arte de gobernar sólo produce
monstruos.
___________
* Traducción del apartado 3
de El Arte de gobernar solo produce monstruos en el Manifeste
conspirationniste (SEUIL 2022).