Este es el lamento de nuestro autodesprecio


De hecho, ni siquiera los animales salvajes son animales salvajes. Quiero decir que no son las bestias salvajes que se supone que los hombres son por naturaleza, motivados como están por sus apetitos insaciables a sembrar la guerra y el desorden en su propia especie. Éste es el lamento de nuestro autodesprecio: homo homini lupus, «el hombre es un lobo para el hombre», la fórmula de los oscuros instintos humanos que adoptó Freud tras la popular caracterización del hobbesianismo, basada a su vez en un aforismo de Plauto del siglo II a. C. (Freud sí se preguntó, sin embargo, cómo las bestias lograban manejar una amenaza tan fundamental a la especie). Qué calumnia a la gregaria manada de lobos con sus muchas técnicas de deferencia, intimidad y cooperación, que han dado por resultado una organización imperecedera. Después de todo, estamos hablando del antepasado del «mejor amigo del hombre». Los grandes simios parientes de la humanidad tampoco se inclinan por anhelar «eterna e innecesariamente el poder por el poder, deseo que sólo cesa con la muerte» y, en consecuencia, por la «guerra de uno contra todos». No hay nada tan perverso en la naturaleza como nuestra idea de la naturaleza humana. Es fruto de nuestra imaginación cultural. 

La versión moderna de la bestialidad humana que brinda Freud en El malestar en la cultura hace eco de los muchos siglos de odio occidental por el yo. Además de Hobbes o de san Agustín, ¿no oyen el fantasma de Tucídides? 

Homo homini lupus; ¿quién tiene el valor de cuestionarlo frente a toda la evidencia de su propia vida y de la historia? […] En circunstancias favorecedoras, cuando dejan de operar las fuerzas psíquicas que por lo general inhiben, también se manifiesta de manera espontánea y revela a los hombres como bestias salvajes para quienes la idea de no herir a los seres de su propia especie es ajena […] La existencia de esta tendencia a la agresión, que podemos detectar en nosotros mismos y que con toda razón suponemos presente en otros, es el factor que perturba nuestras relaciones con nuestro prójimo y hace necesario que la cultura instituya sus fuertes exigencias. La sociedad civilizada está permanentemente amenazada con la desintegración debido a esta hostilidad primaria que se muestran los hombres entre sí […] La cultura se ve orillada a realizar todos los esfuerzos posibles para levantar barreras contra los instintos agresivos de los hombres y mantener sus manifestaciones bajo control mediante formaciones reactivas que su suscitan en la mente de los hombres. 

Para Freud «nada se aleja tanto de la naturaleza humana original» como «el mandamiento ideal de amar al prójimo». 

En el psicoanálisis freudiano la socialización del niño es una repetición de la historia social colectiva de la represión o sublimación de esta naturaleza maligna que poseemos originalmente. La tradicional alternativa de la inocencia infantil, reflejo de la ideología subdominante que proponía la oposición naturaleza buena/ cultura mala, no tenía credibilidad para Freud. Habría refrendado la observación de san Agustín (en Las confesiones) de que «si los bebés son inocentes, no es por falta de voluntad de hacer daño, sino por falta de fuerza». Por consiguiente la teoría freudiana, en la cual los instintos antisociales y primitivos del niño —específicamente los instintos libidinales y agresivos— son aplacados por un superyó que representa el papel del padre y, en mayor medida, por la cultura, adopta la forma agustiniana o hobbesiana específica de la dominación soberana de los impulsos anárquicos del hombre. (Aunque se podría sostener que la primera regulación que hace el «principio de realidad» a la exhaustiva búsqueda de placer del niño se parece más a un orden político de poderes compensados, en la medida en que implica la frustración de los deseos infantiles mediante la intervención de otros que más bien miran por su propio bien. En cualquier caso, la aprehensión infantil de la «realidad» a través de las experiencias de placer y de dolor es prácticamente una réplica de la epistemología empírica de Hobbes en el capítulo inicial del Leviatán). De nuevo, ¿qué deberíamos hacer con la considerable evidencia etnográfica que muestra lo contrario: que por todo el mundo hay otros pueblos que no piensan en los niños como monstruos innatos ni consideran la necesidad de domesticar sus instintos animales?

«Entre los hagen, la concepción de la persona no prescribe que se entrene a un niño para la adultez social a partir de un presunto estado presocial, ni propone que cada uno de nosotros repita la domesticación original de la humanidad por la necesidad de enfrentar los elementos de una naturaleza precultural». La sociedad, continúa Marilyn Strathern, «no es un conjunto de controles de y contra el individuo; los logros humanos no culminan en la cultura». De hecho, pocas sociedades conocidas por la antropología, además de la nuestra, convierten la domesticación de las predisposiciones antisociales consustanciales al niño en el tema de su socialización. Por el contrario, la opinión promedio de la humanidad es que la sociabilidad es la condición humana normal. Tengo la tentación de decir que la sociabilidad suele ser considerada «innata», de no ser porque las personas no se consideran a sí mismas compuestas de un sustrato biológico —por supuesto no un sustrato animal— sobre o en contra del cual se construye la cultura. Ésta sería claramente una falacia biológica para aquellos que se saben reencarnaciones de parientes fallecidos, hecho común de la vida infantil en África Occidental, la parte septentrional de América del Norte y el norte de Eurasia Norte. Willersev observa que en el mundo de los yukagiro «no existe el concepto de niño», ya que se entiende que los bebés tienen las habilidades, el conocimiento, el temperamento y los atributos de los parientes fallecidos que los dotaron de alma. Muchas de estas características se olvidan cuando el niño aprende a hablar, y sólo se recuperan de manera gradual a lo largo de la vida. En una obra titulada The Afterlife Is Where We Come From [Venimos de la vida después de la muerte] Alma Gottlieb describe la idea funcionalmente similar del pueblo beng de Costa de Marfil: que el niño sólo hace manifiesta gradualmente a la persona del pariente que encarna porque los otros muertos tratan de retener a este último entre ellos. 

La creencia más común es sencillamente que el niño no es todavía una persona completa, aunque no porque haya nacido como una antipersona. Este estado incompleto es una cuestión de la madurez de la mente o el alma del niño, más que de la regulación de los impulsos corporales. La condición de persona se logra gradualmente a través de las interacciones sociales, en especial las que implican reciprocidad e interdependencia, ya que éstas comprenden y enseñan las identidades sociales del niño. Los niños de Fiji tienen «almas acuosas» (yalo wai) hasta que comprenden y practican las obligaciones del parentesco y de la jefatura (Anne Becker, Christina Toren). Los niños de la isla Ifalik, en Micronesia, son «insensatos» (arbustos) hasta los cinco o seis años, cuando han adquirido suficiente «inteligencia» (respuesta) para tener un sentido moral (Catherine Lutz). Los niños pequeños en Java no son «todavía javaneses» (ndurung djawa), en contraste con los «ya javaneses» (sampun djawa), es decir, los adultos normales capaces de practicar la compleja etiqueta y la delicada estética de la sociedad, y de «responder a las sutiles insinuaciones de la divinidad que radica en la calma de la conciencia introspectiva de cada individuo» (Clifford Geertz). Para el pueblo aimara de las tierras altas de Bolivia la niñez es una progresión de una humanidad imperfecta a una perfecta, caracterizada por la asunción de obligaciones sociales, si bien allí está ausente «el elemento punitivo asociado con el concepto de represión que usamos para definir el proceso por el cual se socializa un bebé» (Olivia Harris). Para los mambai de Timor los bebés, como los portugueses, tienen corazones indiferenciados, todavía «enteros» o «llenos», una cerrazón al mundo que implica una especie de aturdimiento o estupor (Elizabeth Traube). Los chewong de Malasia dicen que el alma de un niño no está completamente desarrollada mientras no sea capaz de cumplir con responsabilidades adultas, como el matrimonio (Signe Howell). De igual manera entre los hagen, el niño entra a la madurez «por ser capaz de apreciar lo que involucran las relaciones sociales con los demás». El niño «ciertamente no es rømi [“salvaje”]», y más que entrenado, es educado de modo protectivo para que adquiera la condición de persona (Strathern). Hablando de manera más general de los conceptos melanesios de sociabilidad, Strathern observa que no conllevan el supuesto de una sociedad que se ubica por encima y por debajo del individuo como un conjunto de fuerzas para controlar su resistencia. «Los problemas imaginados de la existencia social no son los de un conjunto exteriorizado de normas, valores o reglas que deban ser apuntalados y sustentados constantemente contra realidades que aparecen sin cesar para subvertirlos».

En comparación con nuestras visiones ortodoxas de la primera infancia —ya sean populares o científicas—, las sociedades de muchos lugares del mundo oponen a nuestro biologismo un cierto culturalismo. Para ellas los niños son humanidad en trance de ser; para nosotros, una animalidad que tiene que ser superada. La mayoría de los pueblos seguramente no piensan al niño como un ser dual, mitad ángel y mitad bestia. Antes bien, los niños nacen humanos, ya sea incompletamente o en forma completa gracias a la reencarnación. Su maduración consiste en la adquisición de la capacidad mental de asumir relaciones sociales propias. Está implícito el reconocimiento de que la vida humana, incluyendo la expresión de las facultades y predisposiciones, está constituida significativamente, y se expresa, además, en las formas culturales de una sociedad dada. Pero mientras el resto del mundo presta atención a la progresión de la mente, Occidente se preocupa por la expresión del cuerpo. Aquí la conducta del niño se entiende en gran parte en los términos orgánicos de «necesidad» y «apetito», y aun se llega a confirmar el egoísmo del niño al tratar aquéllos como «demandas». Tal vez no veríamos a los bebés como criaturas egocéntricas que han caído en las garras del deseo si nosotros mismos no fuéramos ya egoístas integrales. Hay que agradecerle a Freud otro concepto relevante: la proyección. 

En el folclore occidental que heredamos, el «salvaje» (ellos) es para el «civilizado» (nosotros) lo que la naturaleza a la cultura y el cuerpo a la mente. Sin embargo, es un hecho antropológico que la naturaleza y el cuerpo son, para nosotros, la base de la condición humana; para ellos, lo son la cultura y la mente. Adaptando una frase de Lévi-Strauss en referencia a un contexto análogo, ¿quién le hace más honor a la humanidad?

 
Marshall Sahlins, La ilusión Occidental de la naturaleza humana

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