Tres registros de la destitución
Introducción: Tres registros de la destitución*
Cuando propusimos por primera vez este número especial a finales de 2019, una cascada de levantamientos estaba barriendo el mundo, de Francia a Hong Kong, de Puerto Rico, Chile y Ecuador al Líbano, Irak e Irán. Esta lista, lejos de ser exhaustiva, pronto se vería empequeñecida por los acontecimientos de 2020 y 2021. De hecho, según algunas estimaciones, "aproximadamente dos tercios de todos los países han experimentado al menos una gran protesta antigubernamental desde 2017" (Carnegie Institute 2022).
Sin embargo, la revolución no vuelve por donde se fue. Y no la retomamos con total inocencia, como si no supiéramos por qué, durante más de un siglo, fracasó persistentemente. A pesar de sus numerosas innovaciones tácticas, es evidente que falta un horizonte estratégico capaz de reunir los numerosos episodios fragmentarios de rabia y dignidad bajo una verdad común. Mientras que esta ausencia de horizonte político positivo ha llevado a algunos a presionar a favor de un retorno a las formas tradicionales de organización o, alternativamente, a favor de un nuevo momento madisoniano que traduzca los fugitivos experimentos demóticos en instituciones públicas duraderas, este número especial explora la posibilidad de que una ruptura paradigmática más profunda con la tradición política occidental no sólo sea necesaria, sino que quizá ya esté en marcha.
En una entrevista de 1975, Michel Foucault insistía en que, "en última instancia, necesitamos un análisis del poder para dar sentido a la lucha política que ahora comienza." En un espíritu similar, cuando el grupo de investigación militante Colectivo Situaciones (2011: 26) acuñó el término insurrección destituyente hace dos décadas, fue en un esfuerzo para describir el primero de los levantamientos populares masivos que han llegado a definir nuestro joven siglo. Nuestro momento político actual no empezó en serio en la cumbre activista de Seattle en 1999, sino con la crisis económica y política nacional iniciada por la negativa del Fondo Monetario Internacional a refinanciar la deuda argentina en otoño de 2001. Esta decisión, que desencadenó un colapso precipitado del sistema bancario del país y el descrédito total del partido gobernante, fue seguida en poco tiempo por una insurrección popular y la declaración del estado de emergencia. En los disturbios, bloqueos y ocupaciones de plazas del 19 y 20 de diciembre, el Colectivo Situaciones vislumbró la emergencia de un nuevo modo de antagonismo positivo destinado a aplanar las oficinas de representación soberana sin sustituirlas.
Según el Colectivo Situaciones, una grieta fundamental separa la forma y el contenido de la vida política en el siglo XXI de los paradigmas clásicos de la revuelta y la revolución, y es tarea del pensamiento partisano describir esta grieta tanto como profundizarla. La riqueza perdurable de su intento de cartografiar este nuevo horizonte reside en el triple registro que el Colectivo Situaciones (2011: caps. 1, 2) asigna al concepto de destitución, que remite a la vez a una forma política de revuelta, a una implosión epocal o "civilizatoria" de la subjetividad, y a una tarea ética a la que se enfrentan quienes deben aprender a moverse dentro de este terreno fragmentado y a habitarlo. Como atestigua este número especial, el carácter polivalente del término indigencia se ha convertido en un rasgo perdurable de los debates que lo rodean.
Rechazo de la política
Si Marcello Tarì (2021: 13) tiene razón al afirmar que todos los levantamientos de los últimos años han sido "innegablemente destituyentes", ello se debe en primer lugar a que muestran una tenaz voluntad de derribar, desmontar y anular las representaciones e instituciones políticas imperantes, sin proponer otras que las sustituyan. En este sentido, el lema del levantamiento argentino, "Que se vayan todos, que no quede ni uno", expresa una disposición básica de nuestro tiempo. Como sostiene Mikkel Bolt Rasmussen en su contribución a este número especial, lo político en esos momentos es precisamente el gesto de "rechazar la política ordinaria", considerada por muchos como un reino de "travesuras, rodeos, artimañas y retrasos". Y lo que es más importante, ese rechazo no tiene por qué apelar a valores normativos universales ni proponer programas o soluciones alternativas. Para Bolt Rasmussen, lo que está en juego no es tanto una negociación o un compromiso como una forma de crítica "total" llevada a la práctica, que -a diferencia del legado de insurrecciones del siglo XX, marcadas por una preocupación por las cuestiones de liderazgo y una fijación por la toma del poder estatal- "se opone a cualquier tipo de poder".
Aunque esta revocación de la representación se dirige en primer lugar a los cargos trascendentes de las autoridades políticas gobernantes, también se expresa de forma inmanente en los eslóganes, gestos y composiciones ad hoc que conforman las insurgencias contemporáneas, que muestran una hostilidad constante y señalada hacia cualquier agencia u organización centralizada que pretenda "representar, simbolizar y hegemonizar la actividad callejera". (Colectivo Situaciones 2011: 47). Como subraya Colectivo Situaciones, el movimiento argentino no sólo destruyó la legitimidad del Estado y su policía, sino también las promesas ilusorias de su oposición oficial. Al atacar la escatología gerencial de la izquierda y el movimiento socialista, para quienes el proyecto de modelar el futuro a menudo funcionaba como coartada para la pacificación y los compromisos aquí y ahora, el levantamiento extrajo su sentido "del presente", poniendo así fin al "período de ilusiones y espera" (64, 48).
Tal deposición mesiánica del politicismo nunca es un a asunto pacífico. El Estado (junto con sus pretendientes de la izquierda) tiene a su disposición un arsenal de aparatos contrainsurgentes diseñados para capturar las potencialidades que se tuercen libres del molde gubernamental y para reconsolidar las representaciones marchitas de las que depende su incipiente poder. Esta última maniobra se logra mejor no negando la legitimidad del acontecimiento per se, sino "constituyendo todo lo que se escapa a través de él" (énfasis añadido; Colectivo Situaciones 2011: 47). La forma más sencilla de enterrar un acontecimiento es afirmarlo como lo que no es, replanteando así silenciosamente el significado del conflicto como tal. Sean cuales sean las intenciones asignadas originalmente al término, tal es la función principal hoy en día de la categoría "poder constituyente", que permite a las fuerzas del orden restablecer apuestas simétricas a los conflictos populares, restaurando así el terreno de la representación junto con él. Por esta misma razón, la fidelidad a la verdad destituyente de eventos como el levantamiento de George Floyd implica combatir los marcos de significado fáciles y hegemónicos arrojados sobre él por sus demandantes y portavoces reaccionarios (Robinson 2020).
Una época anárquica
Aunque la revuelta de 2001 puede haber inaugurado una era de tumultos de masas sin autores ni sujetos, el terreno estaba preparado desde hacía tiempo. Las revueltas de nuestros días se desarrollan con el telón de fondo de un agotamiento epocal más profundo, que afecta a la base misma de la subjetividad.
A principios de la década de 1980, Reiner Schürmann (1987) identificó en nuestra época un resquebrajamiento de los archai, es decir, aquellas representaciones vinculantes o Primeros metafísicos que anteriormente reunían palabras, acciones y cosas en un régimen histórico coherente de presencia. Como argumenta Katherine Nelson en su contribución a este número especial, describir nuestro tiempo como uno de anarquía consumada significa que la misma "posibilidad de derivar principios políticos de principios de ontología" ha entrado en crisis. La depravación de nuestro orden político reinante es sintomática de una kenōsis epocal más profunda que ha vaciado los referentes fundacionales, dispersando los focos únicos o fundamentos últimos que antaño nos permitían vivir, construir y gobernarnos pacíficamente (la autoridad divina, la razón, el progreso histórico, etc.). En la lectura de Schürmann, la grieta por la que creció nuestro abismo actual ya estaba presente en el inicio de la modernidad, puesto que el intento de suplantar el horizonte ontológico sustancial del mundo antiguo con una "legislación racional" de la realidad nunca pudo asegurar más que un suelo epistemológico formal. El proyecto moderno fue siempre un fracaso, una salida chapucera, ya que el sujeto trascendental autolegislador fue una medida rota desde el principio: una delgada caña tendida entre un amarre ontológico sin legislación y una legislación sin ningún estatus ontológicamente constitutivo. Sin embargo, este legado de decadencia también puede abordarse a través de la experiencia de la colectividad social y política. En una entrevista posterior a los disturbios de las banlieues francesas de 2005, Mario Tronti (2008, 2022) y Adriano Vinale observan que, con la muerte del movimiento obrero, se anuncia un colapso del sujeto occidental en términos más generales. En la violencia sin horizonte de las revueltas de los jóvenes negros pobres, vemos la crisis de la forma "social" de la subjetividad como "modo histórico de presencia" que una vez apalancó a toda la persona, por dentro y por fuera, formando el lugar privilegiado a través del cual la acción política alcanzó su forma. Esta crisis, que ya estaba en marcha a partir de la década de 1970, señala nada menos que el "fin de la historia moderna como tal" (Tronti 2008: 33).
Desde este punto de vista, la crueldad paródica de nuestras instituciones políticas aparece como un vano intento de "reinstituir figuras de cierta autoridad que en realidad se han perdido para siempre" (Schürmann 1988: 137). Los diversos fundamentalismos resurgentes de nuestro tiempo, desde el fanatismo religioso hasta el constitucionalismo de derechas, constituyen una vasta obra de archē-duelo, tantos intentos de conjurar un principio capaz de apuntalar la autoridad de los mandamientos. Sin embargo, como observa Giorgio Agamben en este número (y Tronti antes que él), también hay que decir lo mismo de quienes se aferran a "paradigmas de conflicto y lucha" que siguen indexados, en su base, a un deseo de "realizar el proletariado". Con el colapso de las economías principiales, las primicias normativas y los sujetos políticos de antaño, es urgente no sólo que conduzcamos lo que quede de los ídolos de Occidente "a su tumba" (Schürmann 1988: 141), sino también que desarrollemos nuevas estrategias que eviten reproducir el orden existente en nuevas formas. Mientras que antes los militantes anticapitalistas trataban de introducir la conciencia en el lugar de trabajo desde fuera de él, la unidad del proyecto revolucionario debe situarse ahora fuera de la "condición del trabajo" en general (Tronti 2008: 36). Tal desplazamiento requeriría no sólo que sacáramos la crítica del capitalismo de la "jaula" (42) de la economía política a la que Marx y sus epígonos la habían confinado, sino también que rompiéramos con la forma misma del movimiento social que nos ha legado el ala izquierda del siglo XX. Como escribe Tronti, "la política social ha sufrido tal serie de fracasos que hemos llegado a un punto en el que no parece posible ninguna evolución positiva de la misma" (41).
Esta búsqueda, entre los teóricos del poder destituyente, de un punto de partida fuera del sujeto trabajador ayuda a explicar su frecuente insistencia en que el concepto de revolución debe ser de naturaleza "antropológica", una convicción que también alimentó un diálogo persistente y continuo con otras corrientes de pensamiento contra el trabajo, como el surrealismo; Ivan Illich y Jacques Camatte; y los enfoques antiestatalistas indígenas y afropesimistas del (sub)comunismo. En el límite, puede que tengamos que abandonar la forma misma del programa político como tal, fundado como estaba en una comprensión metafísica de la acción como realización de ideales o posibilidades preexistentes. En este caso, la sociedad sin clases ya no se posicionaría como un objetivo a realizar en algún futuro profetizado; en su lugar, el problema central del comunismo hoy se convierte en ético por naturaleza: es una cuestión de entender cómo nuestras propias vidas, así como "la existencia inmediata y concreta de las cosas que nos rodean", llegaron a ser neutralizadas, despotenciadas o "suspendidas", como si nuestra propia existencia fuera "puesta entre paréntesis" (Agamben, este número).
Ética destituyente
Para escabullirnos del espacio-tiempo del politicismo y el economicismo, para recuperar nuestras vidas de la animación suspendida a la que las relega el espectáculo de la gobernanza de la crisis, el gesto del rechazo político debe dar paso a una afirmación de la "soberanía de la experiencia concreta" (Colectivo Situaciones 2011: 27-28). ¿Cómo ha de entenderse tal afirmación? ¿En qué sentido puede decirse que el no del rechazo político envuelve un momento de positividad ética?
Una primera respuesta se centra en la lógica cambiante de la propia revuelta, tratando el choque violento y transformador de la confrontación partidista como un caso ejemplar de ética inmanente. Una vez que la idea de un drama representativo único y central se resquebraja bajo la fuerza del acontecimiento, los participantes en la revuelta están llamados a tomarse en serio sus propias percepciones, sus propias razones para luchar. De este modo, el aplanamiento de toda trascendencia al nivel de un único plano de acción coincide con una restauración de la capacidad de auto-autorización ética. Al hacer descender todos los poderes a la tierra, la fuerza de la destitución parece revocar toda necesidad sentida de autorizarse por referencia a un plano de referencia ulterior a la experiencia. Al mismo tiempo, es por esta misma razón que una ética de la conflictualidad inmanente conlleva riesgos y peligros distintivos. Los intentos de distinguir entre los usos revolucionarios y burgueses de la violencia, o entre el sacrificio y el martirio, deben andarse con cuidado si no quieren acabar en conflictos sangrientos insolubles. Como demostró Furio Jesi en la década de 1970, esas "fiestas crueles" -desprovistas de significado mitológico o metafísico, pero no por ello menos vulnerables a la ceguera de la conciencia mitológica- se convierten en un peligro perenne en una época anárquica como la nuestra (véase la contribución de Aarons a este número).
Aquí reside el gran mérito de aquellos teóricos que trabajan para desarrollar el concepto de destitución fuera y más allá de la lógica de la revuelta, en experimentos a largo plazo de vida colectiva autónoma anti-institucional, ya sea entre los guerreros mohawk en Tyendinaga o los zapatistas en Chiapas o en las estrategias de supervivencia urbana en medio de las ruinas del Antropoceno, desde Ciudad de México a los suburbios de América. Si es posible constituirnos colectivamente como destituyentes, si barrios o regiones enteras pueden autorganizarse autónomamente contra el dominio del dinero, sin sucumbir a la tentación de reinstituir lo político como una esfera separada de la vida cotidiana, entonces no necesitamos esperar la toma del palacio de invierno en la que "otro fin del mundo" se haga posible, pues ya hay atisbos de una vida en común dentro del devenir de este mundo, aquí y ahora.
*Introducción de Kieran Aarons e Idris Robinson a la edición de un número especial de la revista South Atlantic Quarterly dedicado en exclusivo a la cuestión de la destitución.